Vivíamos sin dar paso al invierno, la niña de la cueva y yo. Llevábamos siempre leotardos y aún así, seguíamos con los sueños completamente helados. Pero al fin y al cabo: sobrevivíamos, al margen de otras cosas, y siempre dentro de la cueva, siempre, la niña y yo…
Las dos persistíamos en caminar muy despacio sobre la lana o la nieve del recuerdo. Y el recuerdo era fértil; porque paría otros recuerdos y toda la cueva era un desguace de vivencias-recuerdos y nosotras, debíamos caminar, esquivando los bultos, el hielo y las espinas que había derramado lo fiero de Diciembre, sobre nuestro suelo. Nos protegíamos del hielo prendiendo un fueguecito de palabras. Entonces, llegaban los poemas. Y las dos decíamos al unísono: ¡Entrad poemas! y los pobres poemas entraban en la cueva, completamente inconscientes de que tal vez nunca podrían salir ya de ella. Porque serían poemas para nutrir nuestra hoguera de palabras y nuestra soledad. Por eso, la mayoría de ellos eran quemados poco después de escribirlos, por lo inútil de servirnos para ninguna otra cosa.
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